Té en el tren (Katherine Mansfield)

Un hombre asomó la cabeza por la puerta & avisó que el té estaba servido.
—¡Té! ¡Dios mío! —dijo la mujer de inmediato, haciendo todo un escándalo—. ¿Tienes ganas de ir…? ¿Vamos? ¿Qué te parece…?
Eso sí, yo traje té. La verdad, no creo que esté muy bueno. No es té recién hecho y además está […] el agua. Por qué pasa eso no sé, pero… ¿Lo probamos?
—Bueno, ya que estamos.
—En ese caso, querido, ¿serías tan amable de bajar mi bolso?
Lo cierto es que el té está ahí dentro. ¡Qué incómodo! Estos portaequipajes están tan pero tan altos. No tengo duda de que están más altos que los portaequipajes ingleses. ¡Atención! ¡Con cuidado, por favor! ¡Ay!
—¡Uf! —dijo el hombre.
Al cabo de un rato, la mujer desplegó un papel, apoyó encima una taza y un platito raro, la tapa del termo, un frasco para medicamentos que traía leche y un pastillero de lata lleno de azúcar.
—La verdad, no creo que… —dijo la mujer—. ¿Quieres que lo pruebe primero?
El hombre la miró por encima del periódico y le respondió, cortante: —¡Sírvelo de una buena vez!
La mujer sirvió el té y obviamente le dio la taza y el platito al hombre, mientras que ella se puso a beber de una tacita incomodísima, que goteaba, sin dejar de mirarlo ansiosa: —¿Está
muy…?

Podría estar peor!
Revolviendo el interior de su bolso, la mujer primero sacó una polvera, después un pañuelo amplio y al final un envoltorio de papel que contenía una gran porción de torta, de la que se conoce como Dundee.
La cortó con un cuchillo, mientras él observaba con un poco de entusiasmo.
—Es lo último que queda de nuestra amada Dundee —dijo la mujer sacudiendo la cabeza, & cortó la torta con tanta ternura que prácticamente parecía estar realizando un acto de canibalismo.
—Es una de las lecciones que aprendí —agregó el hombre—: nunca hay que viajar al extranjero sin una de las Dundees de Buszard.
¡La mujer no podía estar más de acuerdo!
Y cada uno tomó una gran rebanada, y la mordió y comió con toda solemnidad y con ojos como dos platos, con la misma expresión de asombro que tienen los niños cuando los dejan
sentarse en el mostrador de alguna pastelería.
—¿Más té, querido?
—No, gracias.
—¿Seguro?
Entonces, miró a su mujer. (Me sentí identificada con la mirada que el hombre dio por respuesta).
—Creo que yo beberé solo una más —agregó feliz, aliviada de poder tomar de una buena taza al fin.
Después de otra inmersión en el bolso, la mujer sacó una barra de chocolate.
¡Chocolate! Hasta ese momento, nunca me había dado cuenta de que el chocolate se ofrece en tono juguetón. No es una comida solemne. Al parecer, se lo toma por algo disparatado. Pero ¿quién sabe?
—Tal vez…
—¿Qué? —preguntó el hombre, mirándola por encima del periódico—. ¡No, no! —Y así rechazó el chocolate.

Té liviano

Me acabo de enfrentar a la cosa más triste del mundo: una taza de té liviano. Pero ¿qué necesidad hay de que esté liviano? Supera lo patético oír a alguien decir mientras apoya la tetera: “Me temo que está más bien liviano”. Me siento muy mal si me aprovecho del té
antes de que tenga un poco más de cuerpo. Levanto la taza; parece temblar, susurrarme: “¡Cobarde!”. Lo confieso, siempre que en una reunión para tomar el té alguien dice (con ese murmullo tímido tan conocido, como si fuera consciente de sus actos y le diera vergüenza): “Para mí bien liviano, por favor”, me dan ganas de echarme a llorar. Tampoco es que me guste el té cargadísimo. No, prefiero un punto medio, un té que dé en la nota. Es cierto que
cuando está muy cargado pareciera devolver las monedas que costó… están en la tetera, por el sabor que tiene.

Katherine Mansfield

en Sopa de ciruelas, trad. Eleonora González Capria

Eterna Cadencia, 2022.

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