Las escaleras se disuelven como el humo de las tazas de té. El pasajero sueña con Annabel, con las oscuras riberas de ríos donde nunca estuvo. El llamado del teléfono es el perforante guijarro de las garzas en la laguna el oleaje de los autos acuna sus pesadillas. El cuarto está lleno de gaviotas que en vano intentan revivir sobre un césped, que en vano se estrellan contra vidrios empañados. Sus alas serán cortadas, sometidas a la misma condena a la que se somete el pasajero. Los pantanos de la memoria absorben al Hotel, absorben al pasajero que no se levanta del lecho, no recorre las galerías donde las arañas tejen sus mensajes, no mira las mesas del comedor donde dialogan, para no morir de tedio, las alcuzas con el mantel de hule. No contempla las desteñidas reproducciones de Doré en los muros, no ve el polvillo de las demoliciones en los primeros rayos matutinos. Ya se fue Ariadna de la ciudad y el laberinto de los pasadizos sólo lleva a invencibles Minotauros. El pasajero despierta con el zumbido de las aspiradoras. Ve caer el techo la perezosa nevazón de la pintura, viaja solo a orillas de un río donde nunca el viento moverá una nube, sabe que jamás responderá al teléfono. En los pantanos de la memoria ya empiezan a acecharlo las sombras de quienes alguna vez lo amaron y el oleaje de los autos pasando frente a las demoliciones anuncia indiferente la caída del pasajero y del Hotel Usher. en Para un pueblo fantasma, Tajamar, 2016.