Letras de cambio (Margo Glantz)

Cuando hablo de estas cosas la gente no entiende. Todos creen que lo que digo se refiere a mí, pero no se refiere a mí, se refiere a la vida airada, a la vida breve, a la vida en rosa, porque yo en lugar de rociar mi comida con vino la rocío con canciones de Edith Piaf y non je ne regrette rien, ni le bien ni le mal, ca m´ est bien égal y lo canto con voz ronca mientras sigo dándole a los dedos en el teclado, antes de la máquina de escribir, hoy de la computadora. Ya deliro. Pareciera como si mi vida fuera apenas un tableteo irregular donde siempre escribo siguiendo el fluir de la conciencia y dejando las frases a la mitad, confundiendo todas las letras y poniéndolas al revés. Aunque, eso sí, yo escribo con una rapidez digna de una secretaria ejecutiva, pero mi letra de teclado nunca es perfecta y menos mi letra caligrafiada: me gustaría que fuera armoniosa, tranquila, bien organizada como la letra de Emma, el personaje de Jane Austen que siempre falla cuando intenta comprender a un ser humano, pero que siempre acierta cuando escribe una carta, no porque la carta de en el clavo, sino porque su letra es tan perfecta, tan hermosa, que de inmediato todos se admiran de esa magia de la perfección, de la que nos hemos alejado últimamente porque no escribimos más a mano y los niños no aprenden ya caligrafía, sino la letra de imprenta desde que están en primer grado.

Pero yo hablaba de mí y de repente me pierdo. Lo más importante es la letra, porque la letra, como los horóscopos, puede servir para determinar la vida y los caminos de la vida, y en este preciso momento en que pongo mis dedos sobre el teclado, me acuerdo de la señora Miroslava, esa que murió en la flor de la edad pero sin habernos contado sus desventuras, las que la hacían permanecer en una casa de la Europa oriental, en medio de mesas imperio y de sillas bien tapizadas con brocados cuando invitaba a tomar el té en tazas de fina porcelana floreada con filos dorados (de oro de 24 quilates) y galletitas hechas en casa por la vieja cocinera que había sobrevivido al socialismo. Y la señora Miroslava pensaba siempre en su futuro, uno tan perfecto como una gema porque estaba anclado en el deseo de heredar algún día no muy lejano la más hermosa reliquia de orfebrería, un broche antiguo, engarzado con la misma perfección que las caligrafías ponderadas por Jane Austen en Emma, esa novela tantas veces mencionada aquí, un broche antiguo de esmeraldas y perlas que ella perseguía con tanta devoción y con tanto peregrinaje interior como Parsifal perseguía al Santo Grial, pero nunca supe lo que pasó después, no sé si sigue sentada en sus sillas de brocado antiguo en esa vieja casa acompañada de la anciana repostera que le preparaba galletitas que ella ofrecía con gracia y con té todas las tardes a las cinco en punto.

Sigo pensando que la gente no me entiende y el terror vuelve a invadir mi alma cuando pienso que tantas porcelanas y tantos cuadros y tantas joyas y la mejor caligrafía pueden perderse entre los estallidos del lenguaje y las joyas engarzadas en las entretelas de los tiempos se pierden aunque valgan una fortuna de recuerdos, pero lo que más me importa es que Miroslava esperaba en esa vieja casa tomando té delicadamente en tacitas aún más delicadas, porque eran de porcelana y tenían flores tan leves como la memoria.

Lo recuerdo y añoro esos placeres, aunque también me gustaría seguir añorando otro tipo de placer perfecto y estremecido, que me recuerde con mirada nostálgica otras voces, otros ámbitos, y a ese malvado que la traicionaba a ella como el conde de Chamilly traicionaba a Marina Alcoforado, mientras pensaba en él sentada en su silla de terciopelo o de brocado tomando té con galletas de mantequilla y canela y el corazón le saltaba a cada sorbo y revivía su enorme deseo de recibir algún día el Santo Grial que al fin no lo era, apenas una joya cualquiera engarzada en tiempos antiguos, una joya de oro con granates o una joya de oro con zafiros.

en «El texto encuentra un cuerpo» , Ampersand, 2019.

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